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miércoles, 30 de noviembre de 2016

La triple apuesta de Bala Fría

Recuerdos y vivencias que nos transportan a aquella época dorada de los 60’s, 70’s y 80’s cuando la triple apuesta era la “Reina” de las jugadas exóticas, mucho antes que se les llamara de esa forma.
Foto del campeón Juan Vicente Tovar León (+), cortesía de: anecdotashipicas.net


Por: Winston A. Hernández G.

Cuando cumplí diez años – a finales de los 70’s – y por fin tenía la edad mínima reglamentaria para entrar al hipódromo La Rinconada, comencé de inmediato a atesorar las vivencias de cada una de mis visitas a aquel mágico lugar. Después de todo, fueron dos largos años de espera desde mi primer intento frustrado por ver correr a la veloz tordilla Chicha – que casi terminó en una detención por parte de un Guardia Nacional a mi abuela (+), mi hermano menor y a mí por recorrer inocentemente el bosque de pinos de La Rinconada– (no entremos en detalles sobre lo que sucede actualmente) y el glorioso día en que me permitieron pasar por el torniquete de entrada en la tribuna “A”.

Sólo estaba activo, a nivel nacional, el hipódromo La Rinconada. Los demás óvalos como, por ejemplo, el de La Limpia en el estado Zulia operaban exclusivamente a nivel regional. Así que sólo se podía disfrutar de las carreras de caballos los fines de semana con transmisiones hípicas, programas de información y sentir cómo aumentaba la expectativa a medida que se acercaba el día sábado y alcanzaba el clímax el domingo con la mayoría de los aficionados sellando su cuadrito de 5y6 en unas colas enormes hacia las 10 de la mañana. Claro que eso era en Caracas, porque en el interior del país se sellaba hasta el sábado a la medianoche para que los formularios llegaran a La Rinconada con el tiempo suficiente. ¿Cuál es la línea de la semana? ¿Cuál es la fija? ¿Cuál es el posible batacazo? Hay que consultar la puntuación de la cátedra, hay que estar pendiente de la información de última hora. Todo esto formaba parte de la cotidianidad en aquellos preciados días. Con cierta frecuencia, es bueno recordarlo, las autoridades también programaban reuniones nocturnas en el óvalo de Coche los días jueves, las cuales eran muy bien recibidas por la afición caraqueña.

La parada de la camionetica por puesto que tomábamos para ir hasta el hipódromo estaba ubicada en El Silencio, cerca de la Plaza O’Leary. Recorría la Avenida Baralt hasta llegar a Quinta Crespo y de allí giraba a la derecha para irse por la autopista, pasar más adelante por los dos túneles de la Valle-Coche y seguir directo hasta el hipódromo. La camioneta pasaba por las tres tribunas para dejar a los pasajeros y nosotros siempre íbamos a la “A” que era la última en el orden. Al llegar, los vendedores de comida ambulante saciaban el hambre de los presurosos aficionados quienes consumían algo rápidamente para ir directo a la tribuna y estar a tiempo para el inicio de la programación. En aquellos tiempos, y tal como es ahora, a esos bocadillos que sirven para “matar el hambre” se les llamaba “bala fría”. Recuerdo claramente el eco que se escuchaba al transitar por el largo pasillo que comunicaba la entrada de la tribuna con la planta baja. Lo primero que uno veía al llegar, al elevar la vista, era la sala de escrutinios que era el destino de los cuadros sellados para su verificación. También se podía percibir de inmediato el olor a cigarrillo que era característico del lugar. Las máquinas expendedoras ofrecían marcas como: Astor, Belmont, Winston y Vicerroy. Funcionaban magníficamente, y con excelente concurrencia, las fuentes de soda ubicadas en el primer piso y frente a ellas se formaban enormes colas en las taquillas donde se vendían los boletos de la triple apuesta. Los mismos tenían precios de Bs. 5 y Bs. 2, y había que llegar temprano al hipódromo – antes de las 12:00 m – para lograr un buen lugar y poder hacer la apuesta con suficiente tiempo.

Los boletos de Bs. 2, que era los que podíamos comprar, eran de color negro y no resultaba recomendable metérselos en el bolsillo si la camisa tenía una tonalidad clara porque manchaban más que aquel libro que se usaba en la época para la asignatura “Formación Social Moral y Cívica” en primer año de bachillerato, el cual parecía hecho de papel periódico.

Si ganaba el favorito en la primera de la triple apuesta era un verdadero vía crucis hacer el canje para la segunda válida. Lo anacrónico del sistema de cambio, previa verificación de los boletos a través de una palabra clave que aparecía en ellos, hacía que cada aficionado se demorara un tiempo prudencial frente a la taquilla. Había quienes tenían que cambiar 100 o más boletos de la apuesta con valor económico. Muchos aficionados, en consecuencia, preferían hacer la cola mientras se disputaba la primera válida para asegurarse un buen puesto si lograban acertar. Hubo en aquella época mucha gente que se quedó con los boletos en la mano al no poder hacer el canje respectivo antes de la siguiente carrera. Así eran las cosas y los aficionados protestaban – el típico derecho al “pataleo” – para resignarse al final ya que esas eran reglas no escritas, pero que todo el mundo conocía.

Si por el contrario en la primera válida ganaba un tajo, las colas se vaciaban de inmediato y los boletos quedaban regados por el piso abundantemente. Muchos niños los recogíamos para jugar con ellos o simplemente tenerlos de recuerdo. Famosa era la figura de los revendedores que ofertaban sus boletos acertados a los aficionados para asegurarse alguna ganancia.

Una estrategia que funcionaba mucho en aquellos días era jugar “datos atrasados”. Mi papá recuerda especialmente el caso del inglés Rapid Fire (64, Firestreak en Open Sesame, por Fairway), un gran ejemplar importado por el entusiasta hípico Edmundo “Cocina” Ruiz (+) que fracasó como línea nacional en el 5y6 y, a la semana siguiente, corrió un sábado en una de las válidas para la triple apuesta e implantó récord en la distancia de 1800 metros al agenciar marca de 109.4.

Culminaré contándoles una anécdota que tiene que ver con la triple apuesta y las jornadas nocturnas que se celebraban en La Rinconada. Hacia 1978, más o menos, mi papá – quien era auxiliar de farmacia – decidió ir al hipódromo un jueves en la noche y fue a buscar a mi madre quien trabajaba en Korda Modas en El Silencio y salía a las 6 de la tarde. Ambos se fueron a la parada pero no había camionetas. Apareció la primera y se llenó hasta los “teque teques”. Cuando por fin apareció la segunda – de esas que eran incómodas por lo pequeñas – la gente se comenzó a colear y ya estaba prácticamente llena. Mi mamá estaba justo en la entrada y a mi papá se le habían quitado las ganas de ir al hipódromo, pero ella lo jaló del brazo y lo metió en la camioneta.

Mi papá iba con la intención de jugar la llave once en la primera válida de la triple apuesta ya que le gustaba el dato atrasado de Bala Fría (75, Rivulet en Lady Dawn, por Le Petit Prince) – un ejemplar crianza del haras “Coquito” – y era tanta la fe que le tenía al caballo que “botó la casa por la ventana” y adquirió 100 boletos de Bs. 2.

Justo antes de darse la carrera – hay cosas que nunca cambian – anunciaron por los alto parlantes que Bala Fría sería conducido por, nada más y nada menos que, Juan Vicente Tovar (+). Allí fue cuando mi papá se fue rapidito, más optimista que nunca, a hacer la cola en la taquilla para esperar el desarrollo de la carrera. Tal como esperaba, Bala Fría ganó y – cuando se confirmó el resultado – vendió la mitad de los boletos y el resto los jugó logrando acertar la triple apuesta varias veces, lo cual no era fácil en esas reuniones nocturnas que siempre estaban llenas de sorpresas. El resultado de toda esta aventura es que terminó ganando más de Bs. 3000, lo que equivalía en la época a unos tres meses de salario en su trabajo.

Al día siguiente mi papá fue algo trasnochado a la farmacia, pero con una gran satisfacción y una sonrisa de “oreja a oreja” que no le cabía en la cara y nadie se explicaba el por qué.

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